FICHA DEL LUGAR
El videoclub se llama Hitchcock y es una reliquia de tiempos pretéritos. Lleva abierto desde principios de los años ochenta, y tiene altas estanterías llenas de videocassettes y carátulas muy de su época. Las paredes están forradas de pósteres de antiguos éxitos cinematográficos, algunos muy casposos, pero que responden al gusto manifiesto por el cine de serie B y Z de su dueño, un hombre que apenas se deja ver y que se apellida Estévanez. Una gruesa cancela de hierro hace de puerta para el local, asegurada por dos férreos candados como los de las tiendas de antes, y un cartel en el que se siluetea la figura del genio del suspense, el gran Hitchcock, cuelga encima de la puerta.
RELATO: EL VIEJO VIDEO CLUB DEL BARRIO
Estaba allí, al doblar una esquina, con la bostezante puerta abierta como si fuera un negocio anodino más, un bar o una tienda de zapatos. Pero aquel lugar tenía algo de especial, era un santuario mágico de la cultura audiovisual con la que Alfredo, y Juan, y Verónica, y Débora, y Tomás y muchos otros niños de los ochenta crecieron. Formaba parte de su niñez y de su juventud, y aunque ese vaivén de los tiempos al que llamamos progreso se lo acabara llevando por delante, el viejo videoclub de la esquina jamás sería olvidado. Siempre ocuparía un lugar en sus corazones.
El negocio tenía un nombre, por supuesto. El cartel que había sobre la puerta estaba pintado como si fuera un trozo de película de cine, de esas de 16 milímetros, con sus guías perforadas de cuadritos a los lados. En el centro relucía el nombre: «Videoclub Hitchcock». Ahí se notaban las influencias cinéfilas del dueño. A los hermanitos más pequeños había que explicarles que «jichok», como ellos lo pronunciaban, no era el extraño nombre del señor que atendía detrás del mostrador y que te cobraba las películas. No es que fuera alemán ni danés ni nada de eso. Es que jichok fue un director de cine muy famoso, que hizo películas de misterio. Ah, vale, contestaban ellos, aparentemente satisfechos con la explicación. Lo que tú digas.
El local no era muy grande, ocupaba más bien lo que un bar de tamaño medio, con su barra y sus mesitas y tal. Pero desde el punto de vista de un niño, era un laberinto oscuro de lo más sugestivo. El zigzagueante mostrador detrás del cual se parapetaba el dueño, como un arquero defendiendo tras su almena los muros de Troya, estaba al fondo del todo, y había que cruzar un estrecho pasillo flanqueado de estanterías para llegar hasta él. Esas estanterías eran altas, quizá no mucho para un adulto pero desde luego sí para un niño. Sobrepasaban la estatura de un adolescente medio, lo que se traducía en media docena de pisos, de niveles horizontales, colmados de centenares de películas, cada una con su maravillosa carátula de lomo ancho y plano.
Era la época en la que las cintas de vídeo eran precisamente eso, cintas, y no discos planos y aburridos. Cada una de ellas pesaba en tus manos, a lo que había que sumar el peso de la carátula también. Colocadas de perfil, como si fueran libros en una biblioteca, las cintas de VHS tenía su magia comprimida en el lomo, donde grandes y atractivas letras se combinaban con no menos alucinantes dibujos para atraer el interés del comprador. O, mejor dicho, del alquilador, porque en aquella época no comprábamos ni nos descargábamos las cosas: las alquilábamos, y había que devolverlas puntualmente y sin haberles ocasionado daños o tendrías que pagar el coste de la película de tu bolsillo. Y esto, creedme, no era barato.
Los niños vagaban como fantasmas de ojos relucientes entre el laberinto de estanterías llenas de películas. En teoría, el dueño las tenía separadas por géneros, pero en la práctica todo estaba mezclado con todo en un batiburrillo aleatorio y maravilloso. Eso te exigía el ir rastreando las baldas y los estantes con espíritu de arqueólogo, lomo a lomo, título a título, en busca de lo que podría ser un feliz encuentro con una película que cambiara tu vida, o del desastroso alquiler de un bodrio que haría que tu madre se enfadase mucho contigo, por haberte gastado el dinero familiar en eso. Pero oiga, el arte implica un cierto riesgo, y una peligrosidad. Y si uno no se arriesga, jamás conseguirá nada bueno.
En aquellas carátulas había un doble juego implícito, y todos los que visitaban el videoclub y se sacaban la sacrosanta Tarjeta Sagrada de Cliente (así, con mayúsculas y un pedazo de acrónimo propio, la TSC) eran conscientes de ello y participaban activamente en el juego. El juego se basaba en el sutil arte del engaño consensuado, lo que en otros ámbitos más adultos suele llamarse «publicidad engañosa». El cliente cogía la carátula en las manos y la miraba por delante, por la cara frontal: la ilustración que saltaba a sus ojos estaba llena de superlativos: era maravillosa, impactante, atractiva, sensual, seductora, inquietante a veces, en otras terrorífica… El juego consistía en que el cliente sabía (esto era algo que se aprendía a fuerza de experiencia, es decir, a base de dejarte cantidades inconfesables de dinero todos los jueves, viernes y sábados como ofrenda a este templo del gozo popular y la ludopatía cultural) que lo que prometían esas ilustraciones tan bien hechas muchas veces no tenía nada que ver con la calidad en sí de la cinta. Todos los niños y sus padres sabían eso, pero aun así se dejaban «engañar», entre comillas. Porque eso formaba parte de la diversión. El juego maravilloso consistía en tener entre las manos una carátula cuyo dibujo prometía una montaña rusa de emociones sin fin, de efectos especiales de primera fila, de hombres guapos y mujeres despampanantes, de helicópteros que explotaban (en todas estas películas siempre había un helicóptero que explotaba, aunque no viniera a cuento con el guion), de coches que brincaban sobre puentes quebrados, de edificios en llamas de los que salían los protagonistas colgando de lianas como en la selva… Y, al final, nada de eso estaba en la película. O, mejor dicho, sí que podía estar, pero visualizado con un nivel de calidad infinitamente peor de lo que la fértil imaginación del consumidor había visualizado con antelación.
Pero a nadie le importaba eso. Porque formaba parte del juego. Eran esas cosas las que construían la magia, el interés, ¡la sorpresa! Y todos los adultos pagaban por sentir esa emoción, que a veces duraba poco, del tiempo que pasaba entre que salías contento del videoclub con la película bajo el brazo, llegabas a casa y metías el cassette en el reproductor VCR. Entonces se hacía el silencio, las imágenes sobrecogedoras (o no) llenaban la pantalla, y cada persona era entonces culpable de sus propios pecados y se enfrentaba a sus propios fantasmas, y decidía si la experiencia había merecido la pena.
En aquel pequeño laberinto del videoclub Hitchcock todos los géneros se mezclaban en una amalgama caótica y maravillosa, como ya hemos dicho. El niño circulaba muy despacito entre las estanterías mirando con ojos llenos de fervor los dibujos que mostraban a agentes secretos con los brazos cruzados sosteniendo pistolas con silenciador; las historias de mujeres enfrentadas al violento mundo masculino que se rebelaban y adquirían la forma de vengativas titánides guerreras; epopeyas de ciencia ficción que a veces te llevaban a universos alternativos y a galaxias lejanas, a lomos de una nave espacial con un diseño tan poco realista como conmovedor; historias de suspense en las que un asesino asediaba a una joven atractiva espiándola desde el edificio de enfrente, con un telescopio, y te permitía disfrutar de la experiencia de ser tú el voyeur durante un rato y espiar a la señora mientras se quitaba la ropa; sagas de bárbaros que fueron reyes y reinas en épocas pretéritas, en eras hibóreas de mitológico origen, donde la virtud de una persona se medía por la fuerza de su brazo y la densidad del acero que aleaba el filo de su espadón; historias de terror violentas y horrorosas que rezumaban ríos de sangre por aquellas portadas, que dejaban manchadas de rojo las manos del infante que las cogía para darles la vuelta y, alucinado y aterrorizado al mismo tiempo, leía atentamente la sinopsis para saber de qué iba aquello. Había que tener cuidado porque en cualquier momento un loco con una sierra mecánica y la cara tapada por una máscara informe, o con los rasgos ocultos tras una máscara de hockey, podía saltarte al cuello desde esa carátula para hacer con tu sistema arterial una sangría.
Pero el auténtico peligro estaba en la esquina del fondo a la derecha. Allá donde la luz se atenuaba un poco y una fina cortina salvaguardaba la intimidad de la clientela que buscaba productos realmente exóticos. Los niños no se atrevían a penetrar en los misterios de ese oscuro sancta sanctorum, pero rondaban como buitres por los alrededores, cada vez que un adulto hollaba ese prohibido rincón, para ver si tenían suerte de echar un vistazo a las carátulas que cogía en sus manos. Si había suerte, era posible entrever una sugerencia de los despampanantes volúmenes de una de esas diosas irreales, que vivían en un mundo aparte y nunca en tu ciudad, pero que debían visitar la Tierra a bordo de sus platillos volantes para rodar ese tipo de películas…
Así es el videoclub ese que hay al fondo de tu barrio, al fondo de la memoria de tu infancia. Algún día, si tienes muchísima suerte, podrás volver a él con el corazón lleno de ansiedad y los ojos trufados de magia. Algún día, solo si los dioses son buenos contigo, podrás volver a ser niño.
Un día, un joven llamado Daniel entró en el videoclub y se sacó la tarjeta de socio. Le quedaba un poco lejos de su casa, pero aquel local estaba en una ruta que tenía que coger regularmente para ir al instituto, así que de todas formas tenía que pasar por delante. Por eso, y porque tenía cara de buen chico, el dueño no se opuso a aceptarlo como cliente. Lo cierto es que Daniel era un hámster de videoclub, término por lo general bastante desconocido para los que no estaban en la onda. Igual que existían ratones de biblioteca, también había hámsters de videoclub, que eran aquellas personas a las que no les bastaba con afiliarse a un solo vídeo, sino que se afiliaban a todos los que había en su ciudad. La filosofía detrás de esto era simpática, y tenía su lógica: en aquella época, la estandarización y la globalización aún no habían alcanzado a esta clase de negocio. Por lo tanto, no te encontrabas siempre con los mismos títulos independientemente del local al que fueras, como si todos fueran primos hermanos. Eso pasaría después, con la degeneración del sector previa a su entrada en bancarrota. Pero a mediados de los 80, el universo de las películas de vídeo era un cosmos inmenso y heteróclito, infinitamente variado e infinitamente entretenido, y siempre había diferencias entre un videoclub y otro. No todos tenían los mismos títulos. Y ahí era donde entraba el hámster, armado con su cinefilia, para rastrear las joyas más inrastreables.
Daniel era un miembro orgulloso de este gremio. Le encantaba entrar en un local nuevo, saludar al dueño, hacerse socio y pegarse una tarde entera rastreando como un sabueso las estanterías. Arqueología peliculera, lo llamaba él. Su objetivo: diferenciar los títulos que había traído este videoclub en concreto y que no se repetían en los demás. Cintas únicas, obras de arte inencontrables. Entonces las alquilaba y se las llevaba a casa para disfrutarlas. Era todo un as.
Fue así como encontró, perdidas entre el maremagno de novedades clónicas y éxitos de taquilla, joyitas raras de verdad como Vampiresas en bikini, Frankenstein contra los yakuza, o la irrepetible Escape de la tercera galaxia, una producción italiana muy de serie B (algunos afirmarían con rotundidad que era más bien de serie Z) que desde entonces se convertiría en su película preferida de la historia del cine. Sí, así de bizarra era la cinefilia de este jovenzuelo.
Pues aquel día, Daniel había entrado en el local para alquilar por enésima vez alguna de estas joyas, cualquiera de ella. Las había visto ochocientas veces pero no le importaba verlas de nuevo. El dueño hasta se había planteado regalarle alguna por su cumpleaños, a ver si así se quedaba contento. Daniel fue directo al rincón donde estaban sus títulos favoritos, cuya localización arqueológica se sabía de memoria, cuando oyó una voz a su espalda. Se giró, un poco asustado, porque pensó que era otro cliente de voz profunda y un poco antinatural, al que habría molestado por ir tan rápido. Pero allí no había nadie.
—¿Hola? Señor Tomás, ¿ha dicho usted algo?
—No, Dani, no he dicho nada —dijo el dueño distraídamente, y siguió leyendo el periódico. A esa hora nunca había mucha clientela por allí, así que estaban ellos dos solos.
Dani, extrañado, siguió ojeando las estanterías y haciéndose su croquis mental de títulos, cuando la voz regresó. Esta vez la escuchó alta y clara. Decía así:
—Gracias, pequeño.
Seguía sin haber nadie en aquel estrecho pasillo. Pero él lo había oído. Le preguntó un tanto enfadado al dueño si le estaba tomando el pelo con alguna grabación o algo, pero Tomás juró que no, que él no tenía nada que ver. Fue entonces cuando ambos miraron a la estantería central, la más grande de todas, la más llena de carátulas de colores… y presenciaron el prodigio.
Muchos años después se pondría de moda a nivel popular las multifotos, o mosaicos hechos de fotos, que era una técnica que combinaba un montón de fotos para que formasen, vistas desde lejos, una sola imagen global. Por ejemplo, la cara de un bebé, o un paisaje hermoso, compuesto de píxeles que, cada uno, era una foto independiente.
Esta técnica se pondría de moda una década después, con la llegada de los ordenadores, pero en aquella época era algo muy novedoso. Eso fue lo que vieron los dos, en chico y el dueño del local, pues una cara humana (que recordaba la de un viejo actor, una estrella del Hollywood clásico del cine mudo) apareció hecha de los colores de más de trescientas carátulas de películas. Y esa cara habló, y les dijo a los dos:
—Muchas gracias por vuestro amor.
Casi se desmayaron del susto, pero entendieron que allí estaba actuando una vieja magia. La magia del cine, la hechicería de la ilusión, el sortilegio del amor por las películas viejas y nuevas. Comprendieron que no era solo el videoclub el que había formado aquella cara para agradecerles su fidelidad, sino que era el Cine en sí, con mayúsculas, el séptimo arte en persona, el que les mostraba su cariño.
A partir de aquel día, ambos se volvieron muchísimo más cinéfilos de lo que eran antes, si tal cosa es posible. Prometieron verse toda la historia del cine, dos veces seguidas si hacía falta, y crearon un club secreto en el que estaban ellos y muy pocos miembros más, llamado El Club de los Cinéfilos Muertos, que se reuniría todos los jueves por la noche para descubrir joyas perdidas del séptimo arte.
Sí, fueron muy felices… con una felicidad a veinticuatro fotogramas por segundo.